Exclamación con la que queremos hacer patentes los cambios que ha habido en una persona, tanto físicos como particularmente los cambios de opinión; por eso nos referimos a que causa asombro la comparación entre esa persona de antaño y la de ahora. Por un lado puede indicar la volubilidad de nuestros pensamientos y por el otro hacer referencia al declive de nuestro aspecto.
El origen de esta expresión lo encontramos siguiendo las fuentes históricas, en un pueblo de Ávila en tiempos de las revueltas de las Comunidades de Castilla, a partir del relato del obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara. En ese pueblo había un clérigo de origen vasco, partidario y ferviente defensor del líder de la revuelta Juan de Padilla. Dicho clérigo señalaba en sus sermones, desde el púlpito, al comunero como el verdadero rey de Castilla, indicando que el actual rey, Carlos I, era un tirano, Con ello dejaba patente la simpatía con la que lo veía. El problema fue que el propio rebelde Juan de Padilla apareció allí con sus tropas y, tal como era la costumbre de la época, requisó las bodegas y despensas del lugar para abastecer a sus huestes.
Escarmentado por lo que acababa de suceder, una vez que se fue, el clérigo vasco subió de nuevo al púlpito y habló al pueblo, pero en esta ocasión cambió el discurso radicalmente. En esa nueva homilía no tuvo empacho en señalar a Juan de Padilla como una mala persona, ya que cuando pasó por allí sus soldados no le habían dejado gallina viva, ni tocino, ni estaca, ni tinaja sana. Por esta razón recomendaba a los fieles que, en adelante, no deberían rogar a Dios por él, sino por el rey don Carlos y la reina doña Juana que son los únicos reyes verdaderos,
Es decir que como había sufrido una merma en sus posesiones, ahora ya no era merecedor de su apoyo y en consecuencia sí lo merecían los reyes; mostrando así el egoísmo con que exponía sus argumentos. De ahí que surgiera de labios del pueblo castellano ese dicho.
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