Se utiliza esta expresión habitualmente para decir que algo se prolonga en el tiempo, que se dilata muchísimo o que dura más de lo que se esperaba.
Su origen tiene que ver con la construcción del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que el rey Felipe II ordenó levantar para conmemorar la victoria de San Quintín del 10 de agosto de 1557 (Día de San Lorenzo). Las obras empezaron el 23 de abril de 1563, en esa fecha se colocaba la primera piedra. Juan Bautista de Toledo se encargó de iniciar el proyecto, pero murió tan solo cuatro años más tarde, por lo que Juan de Herrera lo sucedió en el puesto para terminar la obra 21 años más tarde. Después se fueron añadiendo más y más edificaciones aledañas con el paso de los años. Aunque estas obras duraron más de dos décadas, a priori no parecen tantos años teniendo en cuenta que los métodos para la construcción en esa época tenían muchas más dificultades de las que podrían tener ahora. Aun así, curiosamente dio lugar a este dicho que, a día de hoy, sigue vigente en nuestro país.
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