Esta locución se usa para indicar que tenemos plena confianza (a veces ciega) en la integridad de una persona, que expresamos nuestra total y absoluta seguridad y respondemos de su honradez. Que respondemos por ella al ciento por ciento y nos fiamos plenamente, incluso le damos nuestro apoyo sin tener pruebas.
Esta expresión tiene su origen en la creencia pagana antigua de que la prueba del fuego esclarecía la verdad. Durante la Edad Media en Europa se practicaron las ordalías o juicios de Dios, que eran pruebas rituales donde para averiguar la culpabilidad o inocencia de una persona acusada, se sometía a los sospechosos a diversas pruebas para averiguar la verdad y establecer su culpabilidad o su inocencia. Se trataba de una institución jurídica medieval que, literalmente, obligaba a poner las manos en el fuego al acusado para demostrar su inocencia, prescindiendo de los procedimientos judiciales probatorios, de los testificales y documentales. De esta manera se creía que la voluntad divina en los individuos sometidos al proceso, mediante la producción de determinados efectos físicos, resolvería el asunto. Una de ellas era la prueba del fuego. Esta consistía en que ante el tribunal el acusado debía sujetar hierros candentes o introducir las manos en la lumbre o en una hoguera. Después se le cubría con un paño de lino durante tres días, trascurridos los cuales se le descubría y, si de la ampolla formada por la quemadura salía agua, perdía el juicio, y en caso contrario, se le otorgaba la razón ante aquello que se hallase en disputa lo cual significaba que Dios lo consideraba inocente. Se esperaba que, si no era culpable, Dios lo ayudaría por encima de todo para que resplandeciera su inocencia. Por tanto, este juicio se basaba en la creencia de que Dios no permitiría que fuese vencido quien tenía razón y decía la verdad.
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