Usamos esta expresión en varios contextos. Uno es para dar por terminada una cosa. Otro de ellos es para afirmar que algo es imposible, absurdo o inaceptable y ya que no tiene sentido continuar. Y, por último, cuando se considera que el asunto ha llegado a su fin, porque ya no se puede hacer nada más al respecto.
No se sabe a ciencia cierta si el origen de este modismo es real o ficticio. Se cuenta que surgió en el pueblo de Pitres, ubicado en la Alpujarra granadina, cuando dos sacerdotes, aspirantes a una plaza de capellán castrense, se apostaron que la ganaría quién de ellos dijera la misa en menos tiempo. El primero de ellos, en lugar de usar la fórmula inaugural de la liturgia, Introibo ad altare Dei, que era la frase con la que se inicia la misa, dijo: Ite, Missa est, que es la fórmula litúrgica que precedía a la bendición final. El segundo clérigo, al observar de qué modo tan desvergonzado condensaba su competidor la eucaristía, se volvió al monaguillo para decirle: "Apaga y vámonos" (dirigiéndose al monaguillo para que apagase las velas y cerrase el templo) y así ganó la apuesta.
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